ANGELES Y DEMONIOS

ÁNGELES Y DEMONIOS 




Una cuestión de fe

Por Celina Alberto




Se le ven todos los hilos, cada uno de los atajos que tomó Ron Howard para conseguir impacto, vértigo y magnetismo. Sin embargo, ese blanqueo de estrategias es parte del encanto. De Ángeles y demonios podrá decirse, por ejemplo, que pone al espectador en un lugar equivalente al de un recipiente vacío, donde hay que colar los datos gota a gota, frase a frase, porque de otro modo sería incapaz de deducirlos y ordenarlos. Pero no se dirá que desaprovecha recursos, y mucho menos que defrauda en el juego.




La premisa es simple, aunque los vericuetos argumentales del libro original confabulen contra los mecanismos típicos de un relato de acción cinematográfica. Si los tiempos textuales no podrán contener jamás la inmediatez hipnótica del formato audiovisual, el cine de acción se las verá todavía más peludas cuando intente encajar en su impaciencia fugitiva las profundidades semánticas y lingüísticas de una construcción literaria.




No es éste el caso de la novela de Dan Brown, donde la carga poética y las redes simbólicas resignan posiciones ante una suerte de búsqueda del tesoro monumental. En el equilibrio de esas fuerzas, el filme de Howard consigue un efecto superador.




Incluso en las obstrucciones de algunas secuencias, que fuerzan el acuerdo de cualquier ficción hacia un territorio limítrofe con la comedia: ¿es demasiado pedir que el público admita que Robert Langdon será capaz de resolver un intríngulis de dimensiones colosales en las cuatro horas en las que dice transcurrir la acción? Sí, es demasiado. Pero la fe es un milagro y sólo en esa suspensión absoluta de la incredulidad, cuando la historia dice a gritos que el final cantado tendrá un giro inesperado, el hombre en la butaca apuesta a seguir pasándola bien con el cuentito. Entonces acontece el mayor hallazgo del filme: la diversión.